Estos días ando estudiando para los exámenes del Master en Filosofía y he aprendido unas cuantas cosas muy interesantes sobre la Teoría de la Democracia. Me ha llamado mucho la atención lo que uno de los autores que estudio, José Manuel Naredo, denomina la "mitología del trabajo y de la producción", que no es más que el concepto mitificado que en las sociedades capitalistas tenemos del trabajo. El autor hace un recorrido muy interesante por las diferentes acepciones que a lo largo de la historia el hombre le ha dado al trabajo, y sobre cómo éstas han influido en su organización social, económica, y, a nivel individual, a su foma de vida.
El estudio parte de las (aunque odie utilizar este término) "sociedades primitivas", donde no existía el concepto del trabajo. En ellas no había una distinción entre actividades productivas y el resto, ni entre actividades retribuidas o no, ya que había relaciones de redistribución y reciprocidad. En estas "sociedades", las actividades relacionadas con el aprovisionamiento y la subsistencia ocupaban un tiempo muy inferior a nuestra jornada laboral. Es por esto que Naredo llega a afirmar que estos pueblos "estaban más cerca de la abundancia que nosotros".
Más adelante apareció el fenómeno de la acumulación, cuando los jefes de bandas de caza descubrieron que cuantos más trofeos ganaran, mayor prestigio social tendrían. De esta forma surgió el desprecio hacia las tareas rutinarias, que quedaron relegadas a mujeres y esclavos.
El mismo despreció perduró en las sociedades con estado como la Grecia clásica. En ella no había una palabra equivalente a "trabajo", pero sí actividades con diferentes valoraciones sociales. Las actividades retribuidas eran mal vistas, porque mostraban el carácter dependiente de quienes las realizaban. En cambio, las actividades libres y realizadas por placer eran propias de personas dignas, y se consideraba un insulto si alguien cobraba por realizarlas.
El cristianismo también despreció el trabajo: era fruto de la maldición bíblica. Como consecuencia, aumentaron las fiestas religiosas, que llegaron a ocupar la mitad de los días del año (182) en algunos pueblos de Europa. Este porcentaje es superior al de hoy en día, cuando apenas disfrutamos de 126 días de fiesta (contando fines de semana y vacaciones).
Fue con la llegada del capitalismo cuando se recortaron las fiestas debido a una creciente veneración del trabajo. Las campanas de las iglesias comenzaron a sonar en el siglo XVI, y a ellas pronto se sumaron las sirenas de las fábricas. Los días festivos pasaron a ser una desgracia: un despilfarro de tiempo que podría dedicarse a producir. Como afirma Naredo, "se fue imponiendo el nuevo evangelio del trabajo, según el cual se podía servir a Dios trabajando, al Estado y al individuo mismo".
Este es el mito del trabajo en el que estamos inmersos hoy en día: el trabajo es venerado ya no sólo como una forma (la  única) de acumular riqueza, sino como la manera de relacionarnos socialmente y sentirnos realizados individualmente. En una sociedad donde ni el Estado, ni otras comunidades nos hacen sentir arropados, donde el individualismo y el consumo marcan nuestras vidas, el hombre se aferra al trabajo como forma de vida. Incluso nuestro tiempo libre puede llegar a ser, según Iván Illich, "trabajo sombra", pues está cargado de tareas muy poco satisfactorias como el transporte hacia el trabajo, la compra de comida, rellenar documentos burocráticos, etc. ¿Puede la actual crisis económica desterrar este nuevo evangelio? ¿Cómo será el próximo mito?